Por:
Alfredo Jurado
Resulta
incómodo. No por nada, cuando se nos pide confesarnos en una Iglesia, en frente
de la feligresía (de la que solemos ser parte), nos preguntamos y decimos a
quien dirige la misa: “Es justo y
necesario”. Sin querer entrar en temas esotéricos, lo “justo y necesario”
se vuelve imperativo por el hecho de tener que afrontar, aceptar y reconocer
errores, desvíos, desaciertos…aceptando el hecho de la rectificación, del volver en nuestros pasos. En definitiva: en ver
en nosotros mismos la capacidad de errar, de transgredir…de fracasar. Y por
dicho fracaso, necesitamos recapacitar, recapitular, volver a hacer las cosas
(aquel dicho de “el flojo trabaja doble” tiene su sentido), que en muchos
momentos resulta tedioso y agotador…aquí el tema del tiempo juega un papel
importante supongo. Lo cierto es que, así nos parezca tedioso y doloroso, está ya depositada en nosotros
la tarea de reiniciar y hacerlo todo mejor. Y aquí entro en el tema de lo
“preciso”. Aunque digamos justo y
necesario debemos también caer en cuenta en lo que es lo “preciso”. En lo
personal, pienso que lo preciso viene en concordancia con el momentum, a ese instante particular en
el cual, luego de él, no hay marcha atrás, todo cambia, en síntesis: un punto de inflexión. Si acaso
desechamos ese momento, quizás y estemos perdiendo una valiosa oportunidad que
en definitiva cambia nuestra perspectiva del mundo en general. Eso que es
preciso, a veces llamado “lo justo”, pretende dejar una importante lección en
nuestro ser que no debemos desdeñar.
Así, y dependiendo de cómo y de quién venga, lo preciso se vuelve un mandato de
acción, o un castigo de transgresión, puesto que determina el resto de las
acciones por venir. Y dichas acciones también responden a otra máxima: para después será peor. Es decir,
aprovecha el tiempo, o si no, la lección dejada y aprendida; pero no es
aceptable ni menesteroso prolongar lo inevitable, procrastinar es un delito,
que el juez del tiempo castiga sin impunidad.