Por: Alfredo Jurado
No
sé cómo describir esto que voy a decir ahora, porque todo el tiempo pasa y ha
sido recurrente en muchas ocasiones y ha pasado más en los momentos de más
esplendor que he podido vivir. No deseo volver a caer en el mismo hoyo sin
fondo que me atrae en cada momento y que hace que uno reconsidere,
significativamente, el valor que tiene la soledad menos preciada en algunos
momentos. Basta decir que, las partidas duelen; duelen sobre todo cuando el
valor emocional y afectivo es muy grande y cuando la partida corresponde a
varios… Uno no muere porque alguien se vaya, o bueno, puede “morir” en su
interior y siente que algo ya no podrá estar ahí nunca más “algo” porque “murió”…pero
uno en sencillas palabras no muere. Llega a deprimirse bastante, eso sí, y es
una depresión que, dependiendo de la persona, será duradera o acabará con la
frase: “por lo menos sé que está mejor”. La realidad es que las despedidas
duelen y verse marchar a alguien es terrible, porque se sufre lo que todo ser
humano sufre: el tiempo. El tiempo es lo que definirá muchas cuestiones cuando
el reencuentro, porque se estará tentado con comparar el pasado con el futuro,
en un presente ya muy difuso y cuasi alterado, en tensión entre aquello que fue
y aquello en lo ha sido ahora. No debería caber la desesperación en un corazón
a causa de una ida; no “debería”, pero ocurre. Quizás lo más duro de afrontar
una perdida, es porque se entiende, como si fuera una novela, que la parte que
a uno le corresponde representar en esa historia, ya ha terminado y quizás no
vuelva a aparecer…es frustrante, pero quizá, sólo quizá, valga la pena tener
una vaga esperanza.
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