Por: Alfredo Jurado
Vivir
en un paraíso terrenal es algo…extraño, y más cuando has vivido mucho tiempo en
un lugar repleto de situaciones que ameritan que estés alerta. Mi experiencia
en aquél lejano país cuyo nombre no quiero mencionar, no por motivos de
desagrado, sino por motivos de interés propio al causar intriga, fue algo
extraño y excepcional, casi al punto del hastío. Fue algo que me cambió, que me
hizo darme cuenta de cuánto había cambiado y cuánto he cambiado a lo largo de
mi corta vida. Fue algo que me dio luces, me dio intrigas, incertidumbres y
reavivó miedos antiguos que pensaba había superado. El vivir en el paraíso a
todo el mundo le interesa, el sueño de la utopía hecho realidad en un lugar
físico tangible que se puede ver, oler, sentir, aprovechar, etc., es algo que
se añora, y bueno: lo viví, lo sentí, pude ver y tener experiencia de poder
estar ahí, en él. Pero como todo invento humano y como nada es perfecto, tuve
que afrontar hechos y estados que simplemente hacían de ese paraíso, casi, no
una pesadilla, sino un mal sueño. Para empezar, el calor terrible y sofocante
de las primeras semanas que tuve que aguantar día y noche (sin exagerar) hasta
poder conseguir un ventilador que me causara “algo” de frescura, porque incluso
con la máquina encendida, el dormir era algo insoportable y con el calor, más.
Después, el hecho de afrontar el tener que comprar y reabastecerme a mí mismo cada
semana, si era posible, y poder ahorrar bien lo que podía (tarea que no fue
fácil) y también poner a valer mi imaginación para sobrellevar el día. Y por
último, afrontar algo que sí fue lo que más me hizo pensar y reflexionar: la
definitiva de mi soledad allá, lejos de lo que más conozco y lo que más me
entretiene. Estar solo, el hecho de mi soledad conmigo mismo (pese a las
amistades nuevas allá creadas), afrontar que era YO contra nadie, sólo YO.
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