Por: Alfredo Jurado
Ante
la puerta que da al mundo infinito, al mundo excelso, se abre ante mí la gran
obra danzarina de nebulosos bailarines que cuenta la triste y maravillosa
historia de la gran musa plateada que, deseando estar con el gran príncipe
luminoso, quiso contradecir los designios del universo que estableció su
dualidad y su distancia, dándoles a cada uno un reino el cual perdura por un
cierto tiempo y en distintos sitios. Pero el amor es grande y el mundo igual, y
para estos dos seres sublimes eso no es detención alguna. Se buscan y en cada
momento se encuentran. Lo que es el caer del sol y el dormitar de la luna son
sólo los momentos en los cuales ambos enamorados se hallan para complacer los
designios de su gran y eterno amor. No es casual que seres inferiores vean con
delicia y deleite esos momentos tan sublimes y extraños; ¿por qué reímos ahí,
por qué lloramos, por qué nos da asombro y por qué siempre contemplamos con
maravilla ese inevitable momento? Porque es ahí donde se cumple la unión de dos
polos, de dos extremos tan diferentes como iguales; donde el mal y el bien no
existen y sólo queda la necesidad del uno por el otro. Es ahí donde el deseo
máximo se cumple. Ahí es donde el hacer el amor se encuentra en la más pura y
bella expresión. Los danzantes ocultan a veces ese momento en el cual ambos se
abrazan y besan con pasión. Ese momento en donde da a luz la máxima musa las
grandes obras que hablan de ella, y donde nacen las criaturas que alaban y
glorifican el día. Es ahí, ese momento hermoso, sublime, imposible de expresar
completamente donde todo es trascendido y sólo queda algo: el amor imposible
vuelto realidad.
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